Tallados en el movimiento
Hacia varios días me sentaba a su frente, en un Banco de la plazoleta. A sus espaldas dormía Diana, una mujer de época que sostenía su rostro de piedra hacia la izquierda.¡Qué bella era! Su capelina, su tierna expresión y su sobretodo me revelaban una increíble obra de arte.
Con la lluvia sobre los hombros y sin hormigas, claro que huyen a ser ahogadas, sostuve mi paraguas. Podía irme bajo techo, pues la galería estaba abierta para los moribundos también, pero poco a poco sentía la tranquilidad que me invadía y me dejaba inmóvil. Los pies se pegaban al piso, las piernas perfectamente rectas hacían juego con los postes de la luz, las manos se agarraban entre sí y todo parecía ignorar el tiempo.
La lluvia cesó pero no las gotas que caían de mi cabellos. Miraba fijo a Tino, esa era mi propuesta, pero Diana atrás me gritaba, me abstraía y me empujaba hacia ella. De piedra y casi acalambrado escuchaba que de fondo la gente comenzaba a pasear, las palomas a posarse en cual lugar pudieran y los negocios a levantar sus ruidosas cortinas de chapa. En mi hombro, algunas plumas me rozaban nariz hasta causarme estornudos. Ser estatua es tan difícil, suspiré.
Sentí que Diana giraba su rostro y con tierna voz me susurraba que no me vaya, que me que quedara abrazado a ella, que me lleve su frío mármol con mi aliento, juegue a soplarle en la nariz y me cuelgue de sus largos brazos. Era inútil, estaba hambriento y deliraba a más no poder.
Las piernas me dolían y con la nariz tan roja como congelada me dirigí al café en frente de la plaza. Al lado de la ventana, mirando a Diana y a las palomas del demonio que habían acabado con mi quietud, me preguntaba que tan estatuas éramos, qué tanto deseo podíamos reprimir o porqué una simple pluma podía hacernos torcer hasta el piso y romper nuestra postura. ¿De piedra? Ni lo digas, comentó el mozo que mientras posaba mi café con cuidado sobre un platito me escuchaba. Recordé cuantas veces había pasado por el lado de esas dos estatuas sin mirarlas, como pude enamorarme de Diana, de su rostro de roca cansada, como Tino podía darle la espalda, ignorar esa belleza. Cuanta tristeza, quién las había tallado, porqué tan distantes, porqué tan humanos, tan yo, tan vos, me preguntaba.
Terminado mi café, caminé hacia casa, las estatuas allí se quedan pues yo me voy a ser una de ellas por otros lados.